Translate

jueves, 28 de noviembre de 2019

Juventud y Trascendencia

Inesperada Epifanía

Hoy tuve una experiencia de un instante que quiero compartir aquí. No duró más que unos segundos, pero fue profunda, intensa, reveladora.

Tengo unos meses tomando clases de yoga, reconectando con mi cuerpo, haciendo consciencia de él, poniéndole atención, cuidándolo, haciendo un esfuerzo consciente por fortalecerlo. El proceso ha sido gentil gracias a que asisto a una clase muy básica, y a que la maestra es extraordinariamente cuidadosa y se asegura de estar muy pendiente de cada uno de los participantes en la clase. El promedio de edad de los alumnos debe estar alrededor de los 50. Los polos van de los 35 a los 70. Estoy justo a la mitad.

El Cuervo

El día de hoy hicimos varias posturas en preparación para la postura del Cuervo (Bakasana), a la que eventualmente llegamos -o llegaron... yo me quedé como a medio cuervo; me ganó el miedo a irme de cabeza-. Como se trataba de una postura nueva para muchas y de cierto grado de dificultad para los principiantes, la maestra fue muy poco a poco explicándonos cada movimiento de la secuencia para llegar a ella. En algún momento tomó como modelo a una chica que no pertenece al grupo, sino que el día de hoy participó en nuestro horario excepcionalmente. Se trataba de una joven como de unos 18 años, ligera, flexible, fuerte y con esa maravillosa actitud que tenemos a esa edad -y que no deberíamos perder nunca- de creer que todo lo podemos; ¡y lo podemos!


Lo que se fue

Cuando, con la guía de la maestra modeló una de las posturas de la secuencia, durante un instante tuve una sensación que no había tenido antes: sentí una punzada de tristeza de pensar que nunca, por más que me esforzara en cuidarme, en fortalecerme, en reconectar con mi cuerpo, nunca volvería a ser tan joven como ella. Sé que suena obvio, pero aunque racionalmente lo tengo claro desde siempre, fue como una realización, un veinte que cayó, un encuentro de frente con mi realidad cronológica.




Lo que trajo 

Todo esto ocurrió en escasos tres segundos, y luego, como una especie de relámpago, llegó a mi corazón otra sensación: una serena alegría. Ésta vino de un lugar inesperado, el recuerdo de mi hija.

El momento del relámpago me hizo recordar a mi hija, de 19 años, que bien habría podido ser esta compañerita de clase ocasional. Y ocurrió un extraño proceso de lógica que me llenó el corazón de paz: yo nunca volveré a tener esa juventud, pero mi hija la tiene. Por alguna causa que aún no comprendo del todo, sentí sonreír a mi corazón. Me emocionó pensar en Sabina, en su juventud, en su fuerza, en su disciplina; en su pasión por la vida, en todo el camino frente a ella, en su vida fresca; en su recién estrenada vida de joven adulta, con alas propias, con sueños que persigue con ahínco, con posibilidades infinitas ante sí.

La alegría serena se tornó en gratitud. Y me vino a la mente la palabra trascendencia. Mi juventud dio paso a la suya, mi vida dio paso a la suya, y verla, saberla floreciendo, con sus tumbos y conquistas, me hace abrazar de una forma que no había sentido antes, mi espalda baja adolorida, y mis ganas de seguir cuidándome, quizá más ahora que nunca antes, al tiempo que reconecto con mi intención de seguir creyendo que ¡todo lo puedo!


Termino con esta referencia simbólica al cuervo, que me parece acompaña atinadamente mi experiencia de esta noche que, curiosamente, es noche de Acción de Gracias:

"Entre los indios americanos, el cuervo tiene un significado de metamorfosis y simboliza los cambios y la transformación. A menudo, el cuervo es honrado entre los hombres y la medicina sagrada de las tribus debido a  sus cualidades que cambian de forma. El cuervo es llamado en los rituales chamánicos porque aclara mucho las visiones del chamán. El cuervo totémico ayuda al chamán ante dudas de visión, y le aporta claridad." (Fuente; https://totemanimal.org/2013/03/12/cuervo-totem/)

Voy por esa claridad, por esa flexibilidad para la metamorfosis y por esa sabiduría para hacer a un lado las dudas y simplemente dejarme ser, fluir, como dijo hoy mi maestra, entregarme.

martes, 19 de febrero de 2019

Una pérdida, una lección y una promesa


El fraude

Perdí mi coche. Sí, tal cual, lo perdí en un mal movimiento. Me defraudaron de esa forma en que tú juras que nunca te pasará a ti: cliente interesado que te inspira mucha confianza, negociación fluida, cita en el banco para depositar un cheque certificado, miedo y ganas de confiar, entrega del auto con todo y papeles y… ¡plop! Cubetada de realidad: el cheque-salvo-buen-cobro que te dio mala espina, efectivamente, ¡rebotó!

Como me dijo el Ministerio Público, “señora, regaló su carro”. Esa fue la pérdida. La lección fue lo más importante de toda la experiencia. Y no, no tuvo que ver con ese pedazo de sentido común y lógica básica que no apliqué: claro que sabía que corría un riesgo al tomar un cheque-salvo-buen-cobro. Esa lección ya la había tomado, aunque claramente no la apliqué en lo absoluto. 


Un muy mal hábito

La gran lección que aprendí sobre mi misma tiene que ver con algo que –ahora me doy cuenta- hago a menudo, y que suele tener un costo para mí: quedarme incómoda yo, con tal de no incomodar al otro.

Este mal hábito siempre tiene un costo para quien lo ejerce. A veces es sutil, y pasa casi desapercibido, aunque puede quedarse acumulado en forma de arenitas de resentimiento que se van juntando en el corazón. Otras veces, como ésta, el costo es más tangible y sin ningún eufemismo: me costó el auto.

En la parte intangible, también tuvo un costo muy claro: mi tranquilidad. Durante varios días tuve miedo, me sentía paranoica y vulnerable de pensar que la persona que se llevó mi auto, se llevó también mis documentos con datos personales y algunas anécdotas compartidas durante la “tranzacción”, que revelaban detalles sobre mi familia.

La lección

Todo eso va sanando, poco a poco. Luego de los necesarios trámites en el banco, la denuncia ante el MP y los ajustes financieros que implicó este fraude, la vida retoma su cauce normal. 


Pero esta vez, seguro no pierdo la lección, y te la comparto a ti, con la esperanza de que puedas reconocer los síntomas de este mal hábito de pasar por encima de mi misma con tal de no incomodar al otro, si acaso los reconoces un día.

Te cuento como fue:

Luego de un par de llamadas telefónicas para ponernos de acuerdo para mostrarle el auto primero, y para llegar a un precio conveniente para ambos, el supuesto comprador y yo nos quedamos de ver en mi banco para depositar un cheque de caja en firme; así lo habíamos acordado.

La estrategia

Rodoflo Ibarra –así se hizo llamar-, llegó a toda prisa. No dejaba de hablar ni un momento y me contó que se había escapado de la galería donde tenía montada una exposición (dijo que era corredor de arte, ¡qué cliché!), para venir a cerrar la operación; tenía prisa, así que sacó el cheque de su cartera y, literal, lo puso frente a mis ojos un instante señalándome con el dedo mi nombre y la cantidad acordada. Lo volteó para que viera que estaba impreso por la parte de atrás también con mis datos.

En seguida, a paso apresurado, tomó un turno para pasar a la ventanilla a hacer el depósito, mientras nos preguntaba, a mi hermano y a mí, sobre lo que hacíamos en la vida. Halagada por poder hablarle de mi libro (gran estrategia, ahora lo veo), me distraje contándole la historia, que lo había escrito para mi hija, que tenía otro hijo, etc. Mi hermano le contó que era fotógrafo y él lo interrumpió para decirle que estaba de suerte; necesitaba sus servicios en la exposición. ¿Tendría oportunidad de ir a la galería al día siguiente a tomar algunas fotos?

Incomodidades

En eso iba la plática cuando lo llamaron de la ventanilla; nos acercamos y la señorita de la caja me pidió retirarme a sentar porque sólo podía atender a una persona por turno. Incómoda, obedecí. Tan pronto terminó de hacer el depósito, me entregó el recibo, y yo le entregué los papeles de mi auto mientras caminábamos al estacionamiento para entregarle el carro.

Cuando vi el recibo, me di cuenta de que decía “salvo buen cobro”. De inmediato le dije que no habíamos quedado en eso. Me respondió que no tenía por qué preocuparme, que dado que su cheque era de un banco distinto el depósito quedaría en firme al día siguiente, pero que siendo un cheque certificado estaba respaldado por su banco y yo no tendría ningún problema. Me sentí incómoda.

Me sentí incómoda primero, porque habíamos quedado que sería un cheque de caja, que según mis investigaciones era el más seguro; también me sentí incómoda porque en ese momento me di cuenta de que estaba corriendo un riesgo. Sin embargo, también me dio pena mostrarme desconfiada; hasta ese momento me había parecido una persona “decente” y no lo quería incomodar. También recuerdo ahora una vaga sensación de miedo… ¿y si se enojaba por mi reclamo?

En el trayecto hacia el carro, siguió hablándonos de su exposición y caminando a toda prisa. Nos compartió también que su esposa y él tenía un bebé recién nacido y que ella estaría muy emocionada con la camioneta. No dejé de sentirme incómoda y comencé a ponerme nerviosa, a sentir miedo, pero todo lo descarté. Me dije que no tenía por qué desconfiar, su apariencia (sí, las apariencias engañan) me hacía pensar que era verdad todo lo que me iba diciendo, y me traté de convencer a mí misma de que mi sensación de desconfianza era infundada.


Desorientada

Todo esto sucedía en fracciones de segundo; viéndolo en retrospectiva suena absolutamente irracional. Y así fue. La realidad es que me sentía aturdida, desorientada.

Entre su estrategia de la prisa, de no dejar de hablar, de presentarse vestido “como una persona decente”, de generar una sensación de cercanía y confianza al hablarnos de su familia y preguntar por la nuestra, y mi tendencia a ser “linda” y no incomodar a los demás, incluso a costa de sentirme incómoda yo, fui el blanco perfecto para su fechoría. Caí redondita, pagué el precio de no escuchar mi propia voz, de no hacerla escuchar, y de estar dispuesta a que pasen sobre mí para no caer mal, para no verme mala onda, para ser linda, para no hacerlo enojar… 


Conclusión


Con respecto al carro ya no hay nada que hacer. El seguro no aplica porque no fue robo, sino fraude; la policía ya tiene los datos y, bueno, ojalá y hagan su trabajo –pero ya no está en mis manos. Yo en realidad ya lo solté. Una cosa buena que me ocurrió ese día fue, al llegar a mi casa después de ir a hacer la denuncia, recibir tanto amor, contención y cero reclamos de las personas a las que más amo. Y sobre todo, sentirnos juntos, seguros y abrigados por nuestra familia y sensación de hogar. Me sentí llena de gratitud.

Una amiga me sugirió algo: prométete a ti misma que nunca más vas a volver a quedarte incómoda tú para no incomodar a otro, así sea alguien importante para ti. Y creo que es una promesa necesaria; te invito a hacerla tú también.

Y por supuesto, no se trata de ir por la vida ahora pasando por encima de los demás. En realidad, se trata de cuidarnos y cuidar al otro en el mismo nivel. Dicen que en las grandes operaciones de negocio, justo cuando ambas partes dicen estar listas para firmar, se hacen una pregunta final:
 ¿nos sentimos cómodos los dos? Si alguno dice no, se vale siempre volver a empezar.

*Todas las imágenes las tomé de internet sin ánimo de lucro. Si alguna es tuya y quieres que te de crédito o que la retire, por favor házmelo saber.