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viernes, 12 de marzo de 2010

Una flor como de vino


 ¿Hace cuánto que no comes una fruta recién cortada del árbol? Colorida, brillante, aromática, hermosa. En nuestros tiempos eso puede ser todo un privilegio. Hay entes urbanos que podríamos pasar una vida entera sin ver de dónde viene una papapaya, un plátano, una manzana. Así era yo. Y la primera vez que tomé un enorme y jugoso durazno de un árbol de en una huerta allá en Japón, lloré de la emoción.

Esta mañana, mi jardín me sorprendió con algo que no había visto nunca antes de vivir en este paraíso: una flor de plátano. ¡Qué belleza  de color borgoña! Es una flor gigante, que aguarda pacientemente colgada boca abajo mientras van creciéndole los frutos en su tallo. Y ahí está, colgada en gigantesco capullo esperando con paciencia. Su forma como de gota gigante de vino a punto de derramarse sobre el pasto, se abre de pronto. Extiende unos pétalos más grandes que una mano adulta, y forma una corola concéntrica que hipnotiza a las abejas. Su belleza es, de verdad, increíble y tan inesperada. 

Tengo tres árboles de plátano ostentando, distraídos, su flor y su penca. Y no atino a dejar de admirarlos... ¡parezco abeja! Cada vez que las miro se me hace un nudo de gratitud en la garganta. Con tanta belleza en el mundo, me siento bendecida por mis ojos que ven, por tenerla a la mano para admirarla, y porque afortunadamente no me pasa inadvertida. 
   

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