Para observar, sentir y sentirme.
Para ver una ciudad viva, cálida, invitante. El centro me golpeó la vista con los rascacielos de siempre, con las mismas marcas y muchedumbres. Pero en cinco minutos mis pasos encontraron el mar y el viento, y la brisa acariciante. ¡Me encanta el mar! Tengo un eterno romance con él y en ésta, la Ciudad de las Velas y de los amantes, me vuelve a seducir.
Cuatro horas y media para rendirme a la primera de mis incongruencias: un charm de Pandora representativo de NZ, una pluma de ave.
Cuatro horas y media para consentirme con una comida de primera en el Ferry Building. Justo frente a la bahía, en una mesa para dos mirando al mar, disfruto bocado a bocado platillos que normalmente no elijo, pero que esta vez pedí por recomendación del Chef, para probar: vino blanco neozelandés y pescado exquisitamente preparado con unas hierbas que parecen berros y tréboles. Delicioso. Creo que también tengo un eterno romance con la buena comida, una de mis principales motivaciones para viajar.
Cuatro horas y media para mirarlos, relajados, desenfadados y preguntarme ¿Cómo sería haber nacido en un país tan remoto, en el que todo está cerca del mar y de la montaña, en donde se tiene la sensación de ser un mundo aparte, alejado de las tribulaciones del resto del planeta (salvo las ecológicas y los desastres naturales).
Cuatro horas y media para pecar dulcemente con el postre.
Cuatro horas y media para dejarme fluir en este sentimiento de "Enjoying myself".
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