He viajado sin viajar, y me he quedado sin quedarme.
Recuerdo haber tenido esa epifanía cuando, sentada en el camarote de un crucero, mi mirada que andaba perdida no sé dónde, se topó de pronto con una tortuga laúd flotando junto al enorme barco, su cabeza hacia arriba (puedo jurar que nuestras miradas se cruzaron). A su lado, una cubeta de pintura vacía, vergonzoso vestigio de nuestra inconciente civilización, flotaba extraviada en altamar. Fue doloroso darme cuenta de que llevaba una hora recorriendo millas náuticas sin moverme de lugar interno, sin ver el paisaje, absorta en mis pensamientos obsesivos.
Hoy, por fortuna, tengo ese recuerdo. Y viajo por la vida viajando, o me quedo quedándome. Estoy, pues, estando. Presente, mirando de verdad, sintiendo lo que sienta -feo o bonito- sin tratar de escapar de ello.
Me gusta caminar así, caminando, sintiendo cada paso, dándome cuenta del camino y sus paisajes, de la gente a mi alrededor, de sus expresiones y de lo que dicen sin hablar. Me gusta la gente tanto como las montañas o el mar. Me gusta escuchar sus voces tanto como disfruto el sonido de las olas o los relámpagos en medio de una tormenta. Y viajar, con los sentidos y el criterio abiertos para conocer a aquellos que viven lejos de mis caminos cotidianos, se vuelve para mi una experiencia mucho más intensa todavía.
Estoy lista. Las maletas ya están cerradas y al lado de la puerta. Binoculares y mapas empacados. Y mientras mi casa, anfitriona por sí misma, acoge con cariño a esos amigos que se atreven a visitarme hasta cuando no estoy, me transformaré en huésped de otros corazones al otro lado del mundo.
Es un enorme privilegio poder cruzar océanos y continentes y conocer lugares a los que no pertenecemos. Una aspiración perseguida por nuestros ancestros que, en tiempos remotos o era imposible o implicaba invertir toda una vida -y arriesgarla en el intento. Hoy, la asombrosa tecnología nos permite hacerlo con tal facilidad, que hermos perdido la perspectiva: nos sentamos, cerramos los ojos, y cuando los abrimos hemos recorrido medio planeta. Tomamos la maleta y bajamos en lo que parecería otro mundo con total naturalidad. Sí, me sigue asombrando. Para mí que soy incapaz de explicar cómo hace un armatoste con ese peso para volar y alcanzar velocidades increíbles, sigue siendo un acto de magia que me arroba.
En dos días abordo esa misteriosa máquina llamada avión y vuelo -¿leyeron con cuidado?, vuelo- al quinto continente. Desde allá, como si fuera lo más normal, escribiré este diario para seguirte compartiendo mis asombros.
Si tú también viajas, te deseo un feliz viaje... ¡viajando! Y si te quedas, te deseo feliz estancia, ¡quedándote de verdad! Aquí "nos vemos".
me gusto mucho esta entrada, en unos dias me voy a un hotel en buenos aires y siempre me agarra melancolia cuando hago un viaje sola
ResponderEliminar¡Buen viaje, Mónica! Y gracias por pasar por aquí y dejar tus letras... que viajes, viajando!!
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