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martes, 8 de septiembre de 2009

¡Están vivos!

¡Cuánta generosidad nos enseña la naturaleza! Soy una mujer muy citadina que se ha resistido por años a entrar en contacto directo con Ella, pese a lo hermosa que se ve en cuadros, fotografías y películas (¡especialmente porque no te pican los mosquitos!). Y sin embargo, por lo que se ve, llegó mi hora. 

Recientemente me mudé de una de las ciudades más grandes del mundo, a uno de los pueblos más chicos de mi país. Y aunque tengo el privilegio de vivir en una zona habitacional bien urbanizada, cómoda y segura, estoy, necesariamente, mucho más en contacto con la vida al aire libre, el campo, el lodo y los insectos de lo que he estado normalmente. Y envidio el privilegio de quienes viven -y lo disfrutan- verdaderamente inmersos en el campo con toda su riqueza de experiencias y sensaciones.

Ayer, por ejemplo, ayudé a mi papá a cosechar carambolos de sus hermosísimos árboles. Debemos haber estado cortando fruta durante unas dos horas. Llenamos algo así como 20 bolsas de tela de esas que venden en los supermercados para no utilizar bolsas de plástico. Todas las bolsas tenían carambolos por madurarse o maduros y en buen estado. El pasto bajo las copas de los árboles quedó lleno de carambolos picados por los pájaros y ya medio podridos. El árbol siguió ostentando, con gran garbo, gigantes racimos de esa belleza amarilla en la parte más alta a la que no pudimos llegar ni trepándonos al tronco.

El día dehoy, mi casa está rebozante de montañas de estrellas amarillas en todo tipo de fruteros, ensaladeras ¡y hasta cubetas! Ayer repartimos entre amigos y familia nuestro tesoro y ya comenzamos a buscar recetas para hacer cosas con carambolo porque no hay manera de comerlos todos antes de que se echen a perder. 

Qué sensación tan especial la de tomar el fruto del árbol ¡y morderlo! Jugoso, dulce... vivo. Se siente vivo. Esa ha sido mi experiencia cada vez que he tenido la fortuna de cosechar fruta de algún árbol. La primera vez, fue en Japón. Había huertos a los que la gente iba de fin de semana a manera de paseo. Al entrar, te daban una canasta para cosechar. Al salir, pesaban tu fruta y te la cobraban mucho más barata que en el súper. Cosechamos de esa forma blueberries, duraznos, nashis y tangerinas. Y como me sucedió ayer, morderlos era como comer algo vivo todavía... Suena canibalesco, pero en realidad es una sensación como de comunión, de integración con esto de lo que somos parte aunque a veces, inmersos en nuestras fortalezas de concreto que se extienden por kilómetros, lo olvidamos.

Está viva la fruta, el árbol, la tierra en donde echó raíces, los insectos revoloteando alrededor del colorido y aromático objeto de deseo... Está vivo el planeta más allá de uno mismo. Mmmm... es como volver a recordar que el ser humano no es el centro del universo, aunque a menudo nos convenzamos de lo contrario.

La tarde de ayer, mientras miraba a Renato morder un carambolo más grande que su carita, me emocioné mucho de que él tenga estas experiencias desde tan pequeño... él tendrá conciencia de la vida que vibra a su alrededor mucho antes de lo que lo supe yo... ¡qué afortunado!

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