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viernes, 30 de diciembre de 2011

Una vuelta más al sol


31 de diciembre de 2011


Queenstown Gardens

Ultima comida del año, un pescado a las brasas y una ensalada verde, una copa de vino neozelandés, Sauvignon Blanc, 2009 (por si alguna vez me dador ser conocedora) de una conocida región vinícola en este país, Marlborough, sentada conmigo misma en una banca de madera pintada de rojo a la sombra de una frondosa araucaria.

Mi día 365 del año 2011 ha sido un día de ir al ritmo del viento que hoy sopla suavemente desde las hermosas montañas Remarkables.* En el cielo limpio de nubes vuelan a la misma altura aves blancas y paragliders multicolores. En el lago azul y frío nadan los más atrevidos, al lado de familias de patos; otros, los miramos desde el parque, desde la playa o desde la ladera de las montañas igualmente fascinados por el paisaje que por la alegría que proviene de saltar juguetonamente a las aguas de la Bahía de Queenstown.

Por la tarde subiré en el teleférico (góndola le llaman aquí) hasta la cima del Coronet Peak. Veré el atardecer sobre el Lago Wakatipu, para después bajar la montaña en una avalancha de tres ruedas ¡a toda velocidad! Más tarde iré a buscar a Caroline, una escocesa que vino de vacaciones a Queenstown y no se ha ido desde hace cinco años. Iremos al malecón a ver la puesta de sol, a las 9.30 pm y más tarde veremos los fuegos artificiales por el fin de año, antes de brindar por los sueños que vamos a estrenar en el ciclo que está por comenzar.

Mi idea inicial era encontrar un espacio de silencio; pasar el año nuevo disfrutando del apacible paisaje. Pero, por supuesto, lo apacible de NZ se acabó en este pueblo que se autoproclama la capital mundial del deporte extremo. Así que mejor me pongo a tono y celebro el fin de año al más puro estilo kiwi. ¡De fiesta! Se trataba de fluir, ¿no?.

El silencio vendrá mañana, cuando vaya finalmente las fiordos. Me espera una excursión de todo el día a lo que Kipling llamó la octava maravilla del mundo. Pero de eso escribiré mañana, cuando lo haya visto.

Hoy pensaba que es verdad: la mejor forma de hacer feliz a aquellos a quienes amas, es siendo feliz tú genuinamente. Llenando tu vida y tu mente de ese tipo de felicidad sostenible que no depende de nadie ni de nada, más que de tu propia decisión. Y esa es quizás una de las muestras mas fehacientes de nuestra irrevocable libertad interior... Tengo unas cuantas horas para terminar de pensarlo, pero será sobre este pensamiento que verse mi palabra-faro para este año. Coming soon!

Mientras tanto te deseo un fin de año lleno de paz en tu corazón y un comienzo del 2012 cargado de los aprendizajes de los últimos doce meses, de sueños nuevos para aderezar tu vida, y con las ganas bien puestas de renovar el compromiso que tienes contigo para ser feliz.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Ser viento

¡Volar fue increíble! Lanzarse al vacio corriendo a toda velocidad desde el Pico de Coronet a 1646 metros de altura tratando de no mirar hacia abajo; admirar la vastedad del bosque desde arriba, las copas de los árboles en forma de abanicos redondos, el filo de las laderas alzándose hacia el cielo, la amplitud del valle de Queenstown, el lago Wakatipu a lo lejos y la Bahía de Queenstown al alcance de la mano; dejarse hipnotizar por el añil de la cordillera de los Remarkables, bellísimas montañas que en el invierno sirven como base para ski, o simplemente sentir el vértigo al disminuir la altura en picada o al montarse sobre una corriente de aire que te alborota el cabello, es algo que hay que vivir... Es como convertirse de pronto en águila y surcar el cielo como si fuera propio, es como estar soñando olvidándose del papalote gigante que te sostiene en el aire, es casi como no tener cuerpo, como ser viento o nube o polvo liberado, es libertad y arrobo, gozo, éxtasis. Hay que volar para seguir volando cuando volvemos a poner los pies sobre la tierra. Ya estoy aquí, escribiendo, y aun me siento cielo.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Como ayer


Alguien toca el piano suavemente dándole un aire aún más acogedor a este hostal para jóvenes en un ignorado pueblito camino al glaciar de Franz Josef, en la isla sur de Nueza Zelanda. La gente de Greymouth me recibió con tal calidez que tengo ganas de quedarme más tiempo del que me permite el itinerario que planée para poder recorrer la isla antes de regresar a su punta mas al sur y tomar el avión de vuelta a Melbourne. El hostal me evocó Tailandia o Indonesia trayendo a mi memoria recuerdos imborrables de otros tiempos. Estoy rodeada de gente tan joven como lo era yo en esos otros tiempos... Salvo podrian ser mis hijos!)
Todos se mueven con gran naturalidad de sus dormitorios compartidos a la cocina, a la lavandería, al jardín trasero para montaras en una bici y salir a explorar la playa cercana; cambian del inglés a su lengua materna y de regreso una y otra vez, comparten comida, recetas, tips de viaje y direcciones de correo constantemente, y cuando se van no se despiden. Saben que se volverán a encontrar en el camino.
Cómo he disfrutado este ambiente desenfadado en el Global Village Hostel. También yo me puse el casco obligatorio y salí a pedalear hasta el punto desde donde me dijeron que podría ver el Monte Cook. Primer intento infructuoso: demasiado nublado. Me senté a contemplar a mi viejo amigo, el mar, mirando fijamente el horizonte por si las caprichosas nubes decidían seguir su camino y me dejaban asomarme a ver el pico más alto de esta tierra de playas, volcanes, lagos y rarísima fauna.
Cuando volvía al hostal, haciendo equilibrio con mi bolsita de súper para la cena, volvió a salir el sol... Escurridizo Cook, ya lo veré mañana. Por ahora dejo el teclado y voy a la cocina porque alguien está horneando pan y ¡huele delicioso!
P.D. Mañana es Navidad... Ni se nota.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Cuatro horas y media



Para observar, sentir y sentirme.
Para ver una ciudad viva, cálida, invitante. El centro me golpeó la vista con los rascacielos de siempre, con las mismas marcas y muchedumbres. Pero en cinco minutos mis pasos encontraron el mar y el viento, y la brisa acariciante. ¡Me encanta el mar! Tengo un eterno romance con él y en ésta, la Ciudad de las Velas y de los amantes, me vuelve a seducir.
Cuatro horas y media para rendirme a la primera de mis incongruencias: un charm de Pandora representativo de NZ, una pluma de ave.
Cuatro horas y media para consentirme con una comida de primera en el Ferry Building. Justo frente a la bahía, en una mesa para dos mirando al mar, disfruto bocado a bocado platillos que normalmente no elijo, pero que esta vez pedí por recomendación del Chef, para probar: vino blanco neozelandés y pescado exquisitamente preparado con unas hierbas que parecen berros y tréboles. Delicioso. Creo que también tengo un eterno romance con la buena comida, una de mis principales motivaciones para viajar.
Cuatro horas y media para mirarlos, relajados, desenfadados y preguntarme ¿Cómo sería haber nacido en un país tan remoto, en el que todo está cerca del mar y de la montaña, en donde se tiene la sensación de ser un mundo aparte, alejado de las tribulaciones del resto del planeta (salvo las ecológicas y los desastres naturales).
Cuatro horas y media para pecar dulcemente con el postre.
Cuatro horas y media para dejarme fluir en este sentimiento de "Enjoying myself".

¡Aoteaora a la vista!



Al igual que el gran navegante Kupe, hace unos tres mil años, hoy yo descubrí Aoteaora, hoy conocida como Nueva Zelanda, pero desde la ventanilla de mi avión, en un luminoso medio día. Y al igual que su esposa, Kuramarotini, lo primero que vi a lo lejos fue un montón de nubes blancas amontonadas sobre lo que parecia una enorme isla solitaria en el extenso Mar del Sur. Yo no grité, como hizo Kuramarotini, quien al verla exclamó sorprendida "Aoteaora" (larga nube blanca, en lengua maori), pero me quedé maravillada viéndo cómo iba tomando forma esa bellísima isla tapizada de verde y salpicada de bahías y de lagos, conforme descendíamos a sus 25m sobre el nivel del mar.

Aterricé en Auckland, la ciudad más importante de Nueva Zelanda después de Wellington, su capital. Mi parada aquí se debió a una falta total de planeación. Tenia la impresión de que las distancias en NZ serian cortas y que doce días serian suficientes para visitar las islas del norte y del sur. Tan pronto me senté, en Melbourne, con una asesora de viaje me di cuenta de mi error. "Necesitarías unas tres semanas para visitar los puntos mas representativos de las dos islas". Así que opté por obviar el Norte y concentrarme en el Sur (siempre el sur :)

Compré un boleto de avión de Auckland a Christchurch, y en las 4 horas y media de escala me escapé del aeropuerto dispuesta a comer junto a la bahía y darme una idea de la Ciudad.

Ahora vuelo rumbo a Christchurch, veo por la ventana un hermoso crepúsculo sobre un amplísimo horizonte circular enmarcando el inmenso mar y a lo lejos los primeros rastros de tierra firme. Arriba, un cielo aún claro me presume su primera estrella. Y yo, le guiño el ojo y no le pido un deseo. Como ha sido desde que comencé este viaje, dejaré que mis sueños más olvidados me sorprendan volviéndose deseos cumplidos.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Ojo de agua




Parecía una pupila omnipresente, un sol en pleno parpadeo, una rara joya preciosa de incalculable valor, una gota de agua vuelta terciopelo, y como un hoyo negro a cuya fuerza gravitacional nada puede resistirse, me atrapó desde el primer instante. Como hipnotizada lo miré durante minutos enteros sintiendo algo removerse en mi pecho, una emoción que no sabía bien de dónde me venía ni atinaba a decir si se parecía más a la felicidad o a la tristeza. Pero lloraba, sin motivo aparente ni asequible a mi entendimiento. Sentía los ojos inundados y las lágrimas brotando sin la menor consideración a mi pudor en medio de la galería. “Eso pasa cuando la gente se conecta”, escuché decir a alguien a mis espaldas con la mayor naturalidad del mundo. Era Yarra, el artista aborigen dueño de la galería, promotor del joven autor de la obra que me robó el alma, Waterhole. “Sin agua no existe nada”, comenzó a explicarme. "Este círculo representa un ojo de agua, lo más importante para la cultura aborigen que sobrevive en el desierto. Familias enteras se sientan alrededor de esta fuente de vida y celebran su existencia, para caminar todavía más por el desierto hasta encontrar algún otro. Estos rayos a su alrededor representan el camino, el camino de la vida.”
Y aquí estoy, con un cilindro de cartón protegiendo la hermosísima obra que forma parte de la cultura del Dreamtime, deleitándome pensando dónde la voy a poner y recordando que tener una obra de arte como estas era un sueño olvidado hace más de 15 años que hoy, aquí, se materializó de forma mágica para mi.
Tenía días librando una batalla interna, y hoy Yarra me lo recordó: tenemos que agradecerles a esas batallas porque nos están haciendo más fuertes, más libres, más completos. Voy a volver para escucharlo. Me ofreció compartirme lo que sabe sobre filosofía aborigen, y a mi me dio un vuelco el corazón… Iré de nuevo mañana.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Mirar lejos


A menudo cuando viajo, cuando simplemente salgo de mi pueblo (qué lindo suena eso de "mi pueblo"), me asombra poder mirar lejos. Y no hablo sólo de esta sensación de libertad que me provocan los horizontes amplios de las carreteras, o los valles infinitos que se ven desde lo alto de las montañas. Hablo también de lo lejos que se mira cuando te asomas a ojos normalmente lejanos, poseedores de miradas que nos son ajenas y nos abren universos nuevos.
Viajé a Australia en busca de la mirada de las mujeres aborígenes... no he tenido aún oportunidad de compartir con ninguna de ellas, y mi único acercamiento ha sido a través de la hermosa exposición sobre su cultura en el Museo Australiano de Sydney. Pero me ha sorprendido sobremanera encontrarme con las miradas de una enorme diversidad de mujeres que conforman este país mosaico. Las chinas de mirada baja, las vietnamitas que miran y confrontan; los ojos inmensos y dulces de las indias, las miradas azules y abiertas de las australianas de origen británico, y las miradas profundas y poderosas de las aborigenes. Cada uno de estos caminos que encuentro en esos ojos, me muestran una Australia diferente, distintas maneras de vivir un país generoso en el que logran convivir tantas culturas.
No es difícil sentirse en casa aquí; no es fácil decir quién es de aquí, quién está de paso, quién acaba de llegar. Sólo nos distinguimos los turistas con nuestro mapa en la mano, nuestra cámara trabajando a marchas forzadas y nuestra expresión de asombro frente a la Opera o frente a los murciélagos gigantes volando sobre nuestras cabezas en el parque. Pero hay familias de todos los rincones del planeta viviendo y conviviendo en este lejano continente que parece un paraíso gigantesco.
Hoy es nuestro último día en Sydney. Bromeamos con que ya nos sentimos Sydneños ahora que ya no nos perdemos para llegar a nuestro departamento, ahora que le entendimos al tren y que hasta metimos los pies al agua helada de la playa más cercana. Realmente ha sido una estancia interesante que combina los paisajes urbanos, con el mar, con el bosque (the bush!). Desde nuestro cuarto piso tenemos vistas lejanas de la ciudad; desde nuestros ojos llenos de asombro miramos más lejos aún: hasta las profundidades de los que somos, de lo que no somos, y de todo lo que tenemos en común con quienes caminan cotidianamente este lado del mundo en el que hoy nosotros vamos con el mapa en la mano y el corazón abierto.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Primeros días en Sydney: adaptarse

Sydney, Australia (Lilyán de la Vega)





Tembló en México. Se movieron las paredes y se removieron los recuedos. Acá nos enteramos de inmediato, vía Facebook. Se comparte lo gozoso, lo importante y lo irrelevante en tiempo real: siglo XXI.
Estamos en el quinto continente. Incrédulos y aún algo desorientados por el viaje al futuro. Estrenamos los días 17 horas antes de lo que solíamos hacerlo hace 6 días (¿ó 5? Creo que perdimos uno en el camino). El vuelo fue larguísimo, pero entre la carga de adrenalina y el cansancio, los niños durmieron mucho más de lo que me esperaba, y cuando les dije que faltaban sólo dos horas para aterrizar, ¡no lo creían! No cabe duda, ellos se apegan mejor al tratado de paz consigo mismos de lo que lo hacemos los adultos.


Anoche, por ejemplo, fuimos al brindis de Navidad de mi amiga Rebecca, un departamento a la orilla de la bahía, con una espectacular vista a la luna llena y al mar. Yo me tuve que arrancar a mi misma de la ventana que me ofrecía semejante paisaje, para integrarme al resto de los invitados y tratar de comprender la conversación. Entre el acento australiano y la política local de la que ya no sé nada, me sentía descolocada. Mientras tanto, los niños pasaban las charolas con botana en su perfecto idioma propio: una mezcla de español, de mímica y de palabras sueltas en perfecto inglés americano. Todos se despidieron de ellos al partir. Yo me despedí de los anfitriones y de 3 ó 4 personas más. Nunca me gustaron las multitudes, creo que ahora me gustan menos...
No vimos el eclipse, no tembló. Disfrutamos el silencio del mar nocturno y la luz de luna trazando un sendero seguro hacia el puerto. ¡Qué deleite vivir en una ciudad en la que las posibilidades de transporte incluyen el Ferry!

sábado, 3 de diciembre de 2011

Viaja viajando. Quédate quedándote.

He viajado sin viajar, y me he quedado sin quedarme.

Recuerdo haber tenido esa epifanía cuando, sentada en el camarote de un crucero, mi mirada que andaba perdida no sé dónde, se topó de pronto con una tortuga laúd flotando junto al enorme barco, su cabeza hacia arriba (puedo jurar que nuestras miradas se cruzaron). A su lado, una cubeta de pintura vacía, vergonzoso vestigio de nuestra inconciente civilización, flotaba extraviada en altamar. Fue doloroso darme cuenta de que llevaba una hora recorriendo millas náuticas sin moverme de lugar interno, sin ver el paisaje, absorta en mis pensamientos obsesivos.

Hoy, por fortuna, tengo ese recuerdo. Y viajo por la vida viajando, o me quedo quedándome. Estoy, pues, estando. Presente, mirando de verdad, sintiendo lo que sienta -feo o bonito- sin tratar de escapar de ello.

Me gusta caminar así, caminando, sintiendo cada paso, dándome cuenta del camino y sus paisajes, de la gente a mi alrededor, de sus expresiones y de lo que dicen sin hablar. Me gusta la gente tanto como las montañas o el mar. Me gusta escuchar sus voces tanto como disfruto el sonido de las olas o los relámpagos en medio de una tormenta. Y viajar, con los sentidos y el criterio abiertos para conocer a aquellos que viven lejos de mis caminos cotidianos, se vuelve para mi una experiencia mucho más intensa todavía.

Estoy lista. Las maletas ya están cerradas y al lado de la puerta. Binoculares y mapas empacados. Y mientras mi casa, anfitriona por sí misma, acoge con cariño a esos amigos que se atreven a visitarme hasta cuando no estoy, me transformaré en huésped de otros corazones al otro lado del mundo.

Es un enorme privilegio poder cruzar océanos y continentes y conocer lugares a los que no pertenecemos. Una aspiración perseguida por nuestros ancestros que, en tiempos remotos o era imposible o implicaba invertir toda una vida -y arriesgarla en el intento. Hoy, la asombrosa tecnología nos permite hacerlo con tal facilidad, que hermos perdido la perspectiva: nos sentamos, cerramos los ojos, y cuando los abrimos hemos recorrido medio planeta. Tomamos la maleta y bajamos en lo que parecería otro mundo con total naturalidad. Sí, me sigue asombrando. Para mí que soy incapaz de explicar cómo hace un armatoste con ese peso para volar y alcanzar velocidades increíbles, sigue siendo un acto de magia que me arroba.

En dos días abordo esa misteriosa máquina llamada avión y vuelo -¿leyeron con cuidado?, vuelo- al quinto continente. Desde allá, como si fuera lo más normal, escribiré este diario para seguirte compartiendo mis asombros.

Si tú también viajas, te deseo un feliz viaje... ¡viajando! Y si te quedas, te deseo feliz estancia, ¡quedándote de verdad! Aquí "nos vemos".

viernes, 2 de diciembre de 2011

Un viaje, muchas direcciones

Dreamtime Sisters
by Colleen Wallace Nungari


Zarpemos

Territorios desconocidos

me guiñan un ojo.


Ahora mismo dejé la maleta a medio hacer. Salgo en dos días a uno de los viajes más largos que he hecho en mi vida. Voy al otro lado del mundo, por circunstancias familiares. Y por circunstancias personales, inicio este viaje geográfico al mismo tiempo en que estoy comenzando un inesperado viaje interior.

De pronto, cuando me sentía segura de haber conquistado mi soledad, me sorprendió un vendaval que me tiró de la cima y me dejó de nuevo tambaleándome en la incertidumbre. ¡Qué susto! Por fortuna, sucedió justo cuando estaba por iniciar esta travesía hacia el quinto continente. Una oportunidad para cambiar el foco y recobrar-me.

Iba a hacer un blog para compartir esta aventura por Australia y Nueva Zelanda, pero he decidido que 23 blogs son suficientes por ahora. Y que ya que este viaje es tan significativo en más de un sentido, bien cabría en Aquí Viviendo el recuento de la experiencia. No sólo como una aventura de vacaciones, sino como parte de la aventura de estar viva, de ser yo, ésta que sueña, que planea, que concreta, que viaja, que reencuentra, que explora, que contagia de entusiasmo a mis hijos en este caminar; sino también ésta que de pronto se tropieza y no es capaz de levantarse ágilmente y sacudirse las rodillas para seguir andando, sino que se siente vulnerable, sola o perdida en los momentos más inoportunos (como éste).

Así que aquí cojuntaré todo. Mi viaje a la tierra del Tiempo del Ensueño; mi viaje como espacio para compartir con mis hijos; mi viaje como camino ocioso para reencontrar el sendero de vuelta a casa, a mi misma y finalmente, mi viaje como parte del Experimento vivencial 365 días, en el que participo.

Te invito a seguirlo. Démosle vida de nuevo a Aquí Viviendo, que ha estado más bien hibernando durante algún tiempo. Como diría Miguel A. Ponce, te invito a acompañarme a este viaje, como una forma de acariciar al mundo, de acariciarnos como parte de él.