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lunes, 2 de noviembre de 2009

Camino a casa

Imagen tomada de: Wikimedia Commons

Veo el Popo, y lo siento como si fuera un viejo amigo cuya presencia me provoca un vuelco al corazón. Siento como si me guiñara un ojo, como si me invitara, como si sonriera por mi cercanía. Me encanta. ¡Qué bueno que no vivo junto al Popo! porque dejaría de verlo, como se deja de ver un retrato, un adorno en una casa, o hasta una caja vacía y estorbosa en un pasillo. Qué bueno que lo veo de vez en cuando, porque de esta forma, cada vez que sucede me vuelve a robar el corazón.

En el espejo retrovisor divisé de pronto la ciudad con sus altos y modernos edificios y su paisaje tan urbano. De telón de fondo la Malinche envuelta en nubes. En el camino, alrededor, el campo. Campos sembrados y rebozantes. Vacas y campos amarillos. Campos de amaranto, del color de la alegría. Pueblos pequeños salpicados de casas azules, como de Brahmines. Y valles inventados, con sólo una salida al cielo. Nubes tan bajas que me acarician el pelo. Y una fila de eslabones para llamarte de nuevo.

De frente, mis volcanes. Los que siempre han sido míos, antes de nadie. El Popo y el Izta, majestuosos e invitantes. Dejándose ver, haciendo a un lado fumarolas y camas de nubes blancas para decirme Aquí estamos, aquí estás tú, aquí está lo que eres. Aquí está a donde vas.

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